Dilma Rousseff ganó, repitió cuatro años después, y hoy está apeada del poder.
Lula, que gobernó entre 2003 y 2011, también declaró más de una vez que ya había superado todo lo que podía esperar en la política. Ganó las elecciones a su cuarta candidatura, fue reelegido e “hizo” a su sucesora, aunque su ambicioso proyecto se interrumpió hoy.
Su elegida, la burócrata sin carisma que llevó a la Presidencia, ha sido separada del poder por al menos seis meses para encarar un juicio político que posiblemente acabe con su destitución.
El papel de “Pigmalión” que Lula operó con Rousseff parecía la coronación de su vida cuando la llevó al poder, pero en los últimos meses ha estado más dedicado a defenderse frente a la justicia que a intentar salvar a su heredera en desgracia.
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En marzo pasado, llegó a ser sacado de su casa por la Policía y conducido a declarar en una comisaría sobre unas supuestas corruptelas que niega a rajatabla, pero que hasta le impidieron ser ministro en el Gobierno de Rousseff, que intentó escudarse en él para salvar su mandato.
Atrás han quedado su inmensa popularidad, que llegaba al 87% en enero de 2011, cuando le entregó la banda presidencial a Rousseff tras ocho años en el poder.
El hijo del Brasil profundo, que huyó de la miseria campesina, se hizo tornero, fundó un partido y llegó a la Presidencia en su cuarta candidatura, corre hoy el riesgo de arder en el mismo incendio que consume a Rousseff.
Un desastre del que promete recuperarse con la misma fibra que le permitió “sobrevivir” a la miseria del noreste brasileño en la que nació un día que ni él mismo sabe.
Fue registrado como nacido el 6 de octubre de 1945, pero su madre, Doña Lindú, fallecida en 1980, juraba que tuvo al niño el 27 de ese mismo mes.
Su padre, Arístides da Silva, era un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres: Lindú, madre de Lula, y Valdomira, prima de la anterior.
Cuando Valdomira tenía 16 años, huyó con ella de la miserable Aldea de Vargem Grande (hoy Caetés) hacia Sao Paulo cuando faltaba un mes para que Lula naciera.
Lindú partió también con su prole y, tras 3.000 kilómetros en la caja de un camión, se instaló en Santos, donde a los cinco años Lula vendía tapioca y naranjas y conoció a su padre, de quien nunca habla con afecto, aunque aclara: “Le debo al menos un espermatozoide”.
Acabó la primaria en 1956 y tres años después fue el primero de la familia con un título, de tornero mecánico, que le valió un empleo en 1960.
Seis años después entró al Sindicato de Metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, desde cuya presidencia lideró el mayor movimiento obrero de la historia de Brasil, en duros tiempos de dictadura.
Bebió en el marxismo y en 1980, con la apertura política, fundó el Partido de los Trabajadores (PT), que nació troskista y con los años y el pulso de Lula se inclinó al centroizquierda de hoy.
Fue candidato presidencial en 1989, 1994, 1998 y 2002. Al cuarto intento llegó al poder, pero ya no como el desaliñado obrero barbudo de puño en alto que pregonaba “revolución”, sino como un elegante político enfundado en trajes Armani que proclamaba “paz y amor”.
Su primer golpe de efecto en el Gobierno fue llevar a la portada de todos los diarios la cara africana de Brasil. Lula recorrió las regiones más pobres con todo su gabinete, para que sus ministros, muchos de “buena cuna”, sintieran “el olor de la pobreza”.
Apostó por la ortodoxia económica y pareció no tener oposición durante sus primeros años de gobierno, en los que su discurso social resonó más que los logros reales.
Se le atravesó entonces un escándalo de corrupción que descabezó a la cúpula del PT y surgió el Lula pragmático, que desmarcó a su propio partido del Gobierno para aliarse al centro y la derecha, volver a ser candidato presidencial en 2006 y ganar otra vez.
En su segundo mandato se rodeó de una variopinta coalición, en otra prueba de un enorme pragmatismo que siempre justificó con el alegato de que “se gobierna en función de la correlación de fuerzas políticas”, que hoy se le han desbaratado a Rousseff .
Su proyección internacional y la del propio Brasil llegaron hasta límites insospechados, apoyadas ambas en el despegue de un país que en sus ocho años de Gobierno pudo sacar a 28 millones de personas de la miseria en que el propio Lula se crio.
Así como se codeó con jefes de Estado y reyes, con su campechano carisma siempre habló con los brasileños la “lengua del pueblo”, criticada por académicos que durante estos ocho años le echaron en cara su falta de estudios.
Siempre, sin embargo, se guió por un pragmatismo sin límites, que cuando estaba en el poder le permitía coquetear con la izquierda, gobernar con la derecha y declararse “amigo” de líderes tan dispares como George W. Bush o Hugo Chávez.
Eduardo Davis / EFE
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