Hoy, los dos son activistas y luchan juntos contra la pena de muerte, una historia que va en contravía de la expresión popular “del altar a la tumba”.
Las posibilidades de que se encontraran eran mínimas. Ella, Sunny Jacobs, de 68 años, pasó cinco aislada en una pequeña celda donde esperaba el día en que iban a ejecutarla con una descarga de 2.400 voltios.
En el mismo momento, a miles de kilómetros de distancia, Peter Pringle, que ahora tiene 77 años, barba y pelo blanco, esperaba que le pusieran una cuerda alrededor del cuello.
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“No hablamos mucho de eso, Peter y yo, pero a veces nos acordamos de la detención, o de cuando salimos”, explica Sunny, que está en Oslo para participar en el sexto congreso mundial contra la pena de muerte que se celebra hasta el jueves.
“Muy pocas veces pronunciamos la palabra prisión. Cuando la pronunciamos nos provoca sensaciones viscerales”, explica Jacobs, encarcelada en 1976 por el asesinato de dos policías.
Según su versión —que algunos todavía hoy cuestionan—, la policía descubrió un arma en el carro en el que estaba junto a su pareja de entonces, Jesse Tafero, un amigo suyo y los dos hijos de la pareja. Luego se desató un tiroteo en el que murieron los dos agentes.
Según Jacobs, el amigo de Tafero tenía un arma en la mano y luego se puso de acuerdo con el fiscal para incriminar a la pareja. El amigo fue condenado a prisión y Jacobs y Jesse a la pena de muerte.
“Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado”, asegura Sunny. Al cabo de cinco años, su pena de muerte fue conmutada en cadena perpetua y finalmente fue liberada en 1992.
Pero Jesse Tafero sí fue electrocutado, en circunstancias espantosas. Su cara se quemó por un problema técnico y los verdugos tuvieron que intentarlo tres veces. En total la ejecución duró siete minutos.
En Irlanda, Peter Pringle se escapó de la muerte once días antes de que lo colgaran. Este activista, conocido por la policía por su independentismo, fue condenado por error en 1980 por la muerte de dos policías durante un atraco.
En la celda donde esperaba la muerte, vigilada día y noche, oía hablar a los guardias de la prima que iban a recibir por la ejecución o de las instrucciones que tenían de tirarle de las piernas una vez muerto para asegurarse que se habían roto bien las cervicales.
Si los carceleros empiezan a conocer y a respetar a un prisionero, les será muy difícil matarlo a sangre fía”,
explica Pringle. “Por eso, para su propia protección, te tratan como un animal, como a un don nadie”.
Pocos días antes de la ejecución le anunciaron que su pena había sido conmutada por 40 años de prisión. “En esa época habría sido un suicido político ejecutar a alguien”, recuerda.
Pringle se había resignado a la idea de morir pero no a la de quedarse en prisión. Por eso se puso a estudiar derecho y finalmente fue exculpado tras 15 años entre rejas.
Fue en un pub de Galway, en Irlanda, donde conoció a Sunny, que había venido a hablar de la pena de muerte. Y se dieron cuenta que tenían mucho en común, no sólo por haber escapado a la muerte, sino también por su afición al yoga y a la meditación, que ambos practicaban en la cárcel.
En 2011 se casaron y desde entonces tienen en Irlanda un centro de acogida para las víctimas de errores judiciales mientras siguen militando contra la pena de muerte.
“La pena de muerte no es una cuestión de disuasión”, explica Peter, “es una cuestión de venganza, una situación en la que la sociedad no consigue alejarse del abismo”.
Según Amnistía Internacional, 1.634 personas fueron ejecutadas en el mundo en 2015, un récord desde 1989.
AFP
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