Debo confesarles que en sus comentarios encontré un común denominador: el amor.

Para ponerles un ejemplo del poder del amor, voy a citar a mi mamá.

Creo que la mejor comida del mundo la prepara ella. Imagino, que a usted le pasa igual. Para ustedes y para mí, esa sazón de la madre es algo que se añora, no se olvida y se recuerda siempre.  

Las mamás le entrenan a uno los sentidos del gusto y el olfato.

Claro que hay restaurantes y chefs, que pueden hacer la mejor y más exquisita comida, no hay duda. Sé que me entiende cuando le digo que un café, unas palomitas de maíz, una lasaña, un arroz especial o un postre preparados por ellas, saben a gloria.

La pregunta obligada, en consecuencia, no será otra: ¿Por qué para mí o para usted la casa materna y su cocina es, o fue, el mejor lugar para comer?

O ¿Por qué un recuerdo maravilloso, tan solo uno, alegre y único como ese, puede sacar de la peor depresión a una persona?

Se supone que cualquier actitud limitante se logra al modificar y reemplazar esas creencias negativas con la implantación de una motivación positiva, real y aumentada. Como esos sabores y sus sensaciones.

El común denominador, aunque parece obvio, de la felicidad es en definitiva el amor. Sin embargo, como se nos vuelve familiar poco lo apreciamos y mucho menos lo aplicamos.

Lo olvidamos como decía el maestro Facundo Cabral, porque estamos distraídos.

Algún día le pregunté a mi mamá por qué le queda siempre tan rico lo que prepara y ella me respondió: “Todo lo que hago, lo hago con amor”.

Es claro que el amor sí tiene sabor. Sabe a los desayunos y almuerzos de su madre. Huele a su perfume, sabe a su café.

Algo más, sé que mi mamá me ama, me amó y me amará. Y lo sé porque es la única certeza que tienes cuando eres padre. Pero ella lo que realmente hace cuando cocina es una acción disciplinada y consistente.

El ingrediente especial es su decisión de amar. La espinaca para Popeye. El valor de Churchill para enfrentar el miedo durante la guerra, y lo que necesitamos todos para sacar adelante a la familia y la sociedad en cualquier lugar.

Es más, haciendo uso de una generalización exagerada, me atrevo a decir que el 99 por ciento de las cosas en la vida para que se puedan disfrutar y salgan bien se tienen que hacer con amor.

El secreto de la vida está en eso. En hacer las cosas con amor. Cuyo complemento es el desprendimiento, incluso de uno mismo. Y ello, de suyo, trae bondad, caridad, alegría, generosidad, entrega, sacrificio o respeto por mencionar algunos.

Otro ejemplo: cuando se le pregunta a James, a Cuadrado o Falcao, y que es el gran legado de Maradona, el ídolo de ídolos, así como de los héroes locales exitosos en cualquier otro deporte, y objeto de todas las miradas y comentarios por su calidad, la respuesta es como la de mi madre: lo que hacen lo hacen con amor.

A los jugadores de las selecciones, por ejemplo, no les importa viajar después de tantas horas y ponerse a disposición del técnico, porque aman estar ahí. Así pierdan 6-1 y los demás los juzguen como si no fuera posible perder.

Y aun cuando las cosas no les salgan como esperan, la verdad no importa porque aman estar ahí. Y saben que siempre habrá una nueva revancha.

Cito solo estos dos ejemplos, porque una cosa es amar a Colombia y otra decirle que la amo. Amar, como lo mencionaba antes, es una acción. El amor es un verbo. En cambio, el te amo se cambia fácilmente por un te odio.

Porque amar es una decisión. Y, a veces, decir te amo se vuelve un formalismo sin sentimiento.

Por lo tanto, tenemos que decidir amar a Colombia y a Bogotá como lo hacemos con nuestros hijos y como lo enseñan las mamás cuando cocinan.

Si tan solo cambiáramos eso que nos limita, como la indisciplina social y los justificadores de las violencias primero por el respeto al otro, a través de sensaciones poderosas nuestro presente realmente sería diferente.

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